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¿Es que no temes a Dios, tu que sufres la misma condena?

Es común que contemplemos a Jesús en su Pasión, doliéndonos de sus dolores y compadeciendo sus penas. Lo acompañamos a la distancia como un sano cuando visita a un enfermo moribundo, en el fondo somos incapaces de comprender que sufrimos con él la misma condena. O mejor dicho, que Él aceptó para sí mi propia cruz.

Un hombre en el calvario vió las cosas de otro modo, no contempló desde fuera porque también él colgaba desde una cruz vecina; el que era un malhechor, en ese momento trágico en que pagaba por sus fechorías se sintió compañero de Jesús, comprendió la cruz desde la cruz. El entendió que ese inocente, condenado como él, le abría una puerta que le permitía ordenar y recomponer la vida azarosa que había llevado, él comprendió el misterio de la cercanía de Dios cuando lo vio sufrir por causa suya su mismo tormento.

Cómo habría sido el proceso interior de ese condenado? Seguramente él pasó de la consideración de su miseria, del miedo a la muerte inminente, de sus propios dolores, al misterio de ese hombre que colgaba a su lado, hermano en las desdichas, cercano como ningún otro. Él dejó de mirarse a sí mismo, para volver sus ojos a Jesús, que lo acogía cuando todos lo habían abandonado, él entendió el lazo indestructible entre su debilidad y el amor de un Dios cercano como nadie.

Supo entonces que llegaba el final, que ya era imposible deshacer lo andado, que no podría devolver lo que robó, que no tenía tiempo para hacer cosas nuevas, pero comprendió también en ese momento que un acto de confianza sin límites, podía rehacer todo lo vivido, reordenar sus despojos abriendo para siempre el porvenir. Su vida miserable y sin destino se llenó entonces de sentido, lejanos le parecieron su pasado y sus andanzas. Poco a poco fue asumiendo su vida a partir de la confianza que nacía, el último milagro de Jesús antes de morir fue invitar a ese hombre a entregarle sus miserias, a traspasar el peso de su cruz, a la cruz donde colgaba Dios, a pasar desde su ínfima y atormentada pequeñez, al Dios cercano confiando en Él.

Puede ser difícil para nosotros subir a la cruz del Salvador, pero más fácilmente podemos subir a aquella del buen ladrón. Desde esa altura de hombre condenado podremos hablarle al Señor al oído; todos hemos caído, todos sufrimos, sin embargo desde nuestros dolores, desde nuestras traiciones, desde nuestra propia cruz como el ladrón podemos volvernos al Señor y pedirle confiadamente que se acuerde de nosotros. Habiendo perdido todo apoyo, podemos finalmente en la hora decisiva apoyarnos en Él, comprender que sufrimos la misma condena, mirarlo desde nuestra cruz, desde nuestra condición de pecadores, desentrañando su misterio de humildad, para que Él nos asuma con todo lo que somos. Sabremos entonces que hemos entrado a una profunda comunión con el Señor. Que Él ha hecho suya nuestra cruz y nosotros hemos asumido la suya, que padecemos la misma condena y que hemos finalmente entrado con Él al paraíso.

Nuevamente, esto no lo escribí yo, pero lo encontré buenísimo para compartir.